jueves, 28 de diciembre de 2006

Equipo Especial de Demoliciones I

El "Gabi" es una persona normal, alto, 1'70, moreno... Que, como casi todo el mundo, pasaba bastantes apuros para llegar a fin de mes, aunque quizás algunos más, puesto que la mayor parte de los meses le tocaba dormir al raso.

En una de esas ocasiones, su búsqueda de un lugar donde instalar sus posaderas le llevó por las inmediaciones (concretamente un pueblecito a dos km. poco más o menos de donde Jesucristo perdió la boina) de una central nuclear pocos momentos antes de que hiciera explosión (las autoridades habían silenciado, como no podía ser de otra manera, el que hubiera problemas en la central), con las consecuencias habituales en estos casos: todos los habitantes del pueblo adquirieron superpoderes, visitantes incluídos, entre los que se encontraba el coleguita Gabriel, que de repente se encontró lanzando lucecitas de colorines por los ojos y orejas (le resultaba difícil mirar, así que no sabe si también por los orificios nasales) cual bola de discoteca, lo que hizo que, despistado por la sorpresa, casi chocara con una pared. Casi. En realidad se encontró con que acababa de meterse en el salón de estar de una familia que también estaba experimentando una cierta sorpresa con lo que les estaba ocurriendo.

Con la sorpresa y el sobresalto tardó un rato en darse cuenta de que cada vez parecía sentirse más extraño, como si pesara más y más... Hasta que se dió cuenta mirando por una ventana, de que había una zonaen la que las golondrinas, al pasar por ella, caían en picado hacia el suelo.

Todo esto le asustó más que mucho, e hizo que pasara una larga temporada escondiéndose en las cloacas, mientras intentaba aprender a convivir y controlar sus poderes... al menos un poco... a ratos... de vez en cuando... a lo mejor...

En una de sus correrías por las cloacas se encontró con una extraña sala aparentemente abandonaad, aunque curiosamente en muy buen estado de conservación en la que, en un rincón, había un botón.
Estuvo una temporada utilizándola como residencia, hasta que al final un día la curiosidad pudo con él y pulsó el botón. Repentínamente la puerta de la habitación se cerró y todo lo que había en el radio de visión del Gabi se tornó cada vez más borroso y desdibujado, y en cambio comenzó a aparecer una sala metálica que parecía sacada de una peli de ciencia ficción, completamente metálica y totalmente llena de botoncitos con letreros extraños e incomprensibles, lucecitas de muchos colorines y pantallas de imágenes, algunas de ellas con alguna especie de lenguaje extraño e ininteligible, varias sillas y el suelo de una especie de moqueta blandita de color verde.

Decidió pasar ahí la noche... Y las noches siguientes, visto que nunca parecía aparecer nadie por ahí.

Poco después entró a formar parte de un grupo de gente que trabajaba ocasionalmente para una empresa de superhéroes de alquiler, entre los que se encontraban el "pater" Paquito Jones, el Gonza, la Milagros, Mad Max, Juanito y Danielle Spock, a los que poco a poco se fue añadiendo más gente (Balrog, Onix...), con cuya ayuda fue explorando el lugar poco a poco, convirtiéndolo en su hogar, a la vez que base de operaciones, descubriendo que se trataba de una nave espacial en órbita sobre la tierra, de un tamaño más que considerable.

jueves, 7 de diciembre de 2006

Momo - Michael Ende

Se entiende que, al escuchar, Momo no hacía ninguna diferencia entre adultos y niños. Pero los niños tenían otra razón más para que les gustara tanto ir al viejo anfiteatro. Desde que Momo estaba allí, sabían jugar como nunca habían jugado. No les quedaba ni un solo momento para aburrirse. Y eso no se debía a que Momo hiciera buenas sugerencias. No, Momo simplemente estaba allí y participaba en el juego. Y por eso -no se sabe cómo- los propios niños tenían las mejores ideas. Cada día inventaban un juego nuevo, más divertido que el anterior.


Una vez, era un día pesado y bochornoso, había unos diez u once niños sentados en las gradas de piedra esperando a Momo, que se había ido a dar una vuelta, según solía hacer alguna vez. El cielo estaba encapotado con unas nubes plomizas. Probablemente habría pronto una tormenta.
-Yo me voy a casa -dijo una niña que llevaba un hermanito pequeño-. El rayo y el trueno me dan miedo.
-¿Y en casa? -preguntó un niño que llevaba gafas-, ¿es que en casa no te dan miedo?
-Sí -dijo la niña.
-Entonces, igual te puedes quedar aquí -respondió el niño.
La niña se encogió de hombros y asintió. Al cabo de un rato dijo:
-A lo mejor Momo ni siquiera viene.
-¿Y qué? -se mezcló en la conversación un chico con aspecto un tanto descuidado-. Aun así podemos jugar a cualquier cosa, sin Momo.
-Bien; pero, ¿a qué?
-No lo sé. A cualquier cosa.
-Cualquier cosa no es nada. ¿Alguien tiene una idea?
-Yo sé una cosa -dijo un chico con una aguda voz de niña-: podríamos jugar a que las ruinas son un gran barco, y navegamos por mares desconocidos y vivimos aventuras. Yo soy el capitán, tú eres el primer oficial, y tú eres un investigador, porque es un viaje de exploración, ¿sabéis? Y los demás sois marineros.
-Y nosotras, las niñas, ¿qué somos?
-Vosotras sois marineras; se trata de un barco del futuro.
¡Eso era un buen plan! Intentaron jugar, pero no conseguían ponerse de acuerdo y el juego no funcionaba. Al rato, todos volvían a estar sentados en las gradas y esperaban.

Entonces llegó Momo.

La espuma saltaba furiosa cuando la proa cortaba el agua. El buque oceanográfico "Argo" cabeceaba tranquilamente, a toda máquina, por el mar del coral del sur. Nadie recordaba que un barco se hubiese atrevido a navegar por estos mares peligrosos, llenos de bajíos, arrecifes de coral y monstruos marinos desconocidos. Había aquí, sobre todo, lo que llamaban el "tifón eterno", un ciclón que nunca descansaba. Recorría incansable esos mares buscando víctimas como si fuera un ser vivo, incluso astuto. Su camino era impredecible. Y todo lo que caía en las garras de ese huracán no volvía a aparecer hasta que quedaba reducido a astillas.
Bien es cierto que la nave expedicionaria "Argo" estaba muy bien preparada para un encuentro con el "ciclón andarín". Estaba hecha enteramente de acero especial, azul, elástico e irrompible como una espada toledana. Y, merced a un sistema de construcción especial, estaba fundido enteramente de una pieza, sin ninguna soldadura. Aun así, es difícil que otro capitán y otra tripulación hubieran tenido el valor de exponerse a estos peligros. Pero el capitán Gordon tenía mucho valor. Desde el puente de mando miraba orgulloso a sus marineros y marineras, todos ellos grandes especialistas en sus respectivos campos.
Al lado del capitán estaba su primer oficial, don Melú, un lobo de mar de los que quedan pocos; había sobrevivido a ciento veintisiete huracanes.
Un poco más atrás, en la toldilla, se podía ver al profesor Quadrado, director científico de la expedición, con sus dos auxiliares, Mora y Sara, que merced a su prodigiosa memoria suplían bibliotecas enteras. Los tres estaban inclinados sobre sus instrumentos de precisión y se consultaban en su complicada jerga científica.
Un poco más allá estaba, en cuclillas, la bella nativa Momosan. De vez en cuando el profesor le preguntaba acerca de algún detalle de esos mares y ella le respondía en su hermoso dialecto hula, que sólo el profesor entendía.
El objetivo de la expedición era hallar las causas del "tifón andarín" y, de ser posible, eliminarlo, para que esos mares volvieran a ser navegables para los demás barcos. Pero, de momento todo seguía tranquilo, y no había indicio de tempestad.
De repente, un grito del vigía arrancó al capitán de sus pensamientos.
-¡Capitán! -gritó desde la cofa haciendo bocina con las manos-. Si no estoy loco veo ahí delante una isla de cristal.
El capitán y don Melú miraron inmediatamente a través de sus catalejos. También el profesor Quadrado y sus auxiliares se acercaron, interesados. Sólo la bella nativa se quedó tranquilamente sentada. Las misteriosas costumbres de su pueblo le prohibían mostrar curiosidad. Pronto llegaron a la isla de cristal. El profesor bajó del barco por una escala de cuerda y pisó el suelo transparente. Éste era enormemente resbaladizo y al profesor Quadrado le costaba mucho mantenerse en pie.
La isla era totalmente redonda y tenía un diámetro de unos veinte metros. Hacia el centro se levantaba como una cúpula. Cuando el profesor hubo alcanzado el lugar más alto pudo distinguir claramente una luz titilante en su interior.
Comunicó sus observaciones a los demás, que esperaban, atentos, apoyados en la borda.
-Según eso -dijo la auxiliar Mora- debe de tratarse de una Cestapuntia briscatresia.
-Puede ser -dijo la auxiliar Sara-, pero también puede ser un Códulo leporífero.
El profesor Quadrado se enderezó, se ajustó las gafas y gritó hacia el puente:
-En mi opinión, tenemos que vérnoslas con una variedad del Comodus intarsicus común. Pero no podremos estar seguros hasta haberlo visto por debajo.
Al instante se echaron al agua tres de las marineras que eran, además, submarinistas de fama mundial y que, mientras tanto, ya se habían vestido con sus traje de inmersión.
Durante un rato, no se vieron en la superficie del mar más que montones de burbujas, pero de repente sacó la cabeza del agua una de las niñas, de nombre Sandra, que gritó con voz entrecortada:
-Es una medusa gigante. Las otras dos submarinistas están atrapadas entre los tentáculos y no pueden soltarse. Tenemos que ayudarlas antes de que sea demasiado tarde.
Dicho esto, volvió a sumergirse.
Inmediatamente se lanzaron al agua cien expertos hombres-rana a las órdenes del capitán Blanco, conocido por el apodo de "el Delfín". Bajo el agua comenzó un combate increíble, y el mar se cubrió de espuma. Pero ni siquiera esos valerosos marineros consiguieron librar a las dos chicas de los terribles tentáculos. La fuerza de la gigantesca medusa era demasiado grande.
-Hay en ese mar alguna cosa -dijo el profesor, con la frente arrugada, a sus dos auxiliares- que provoca el gigantismo en los seres vivos. Esto es sumamente interesante.
Mientras tanto, el capitán Gordon y su primer oficial don Melú, que habían estado deliberando, habían tomado una decisión.
-¡Atrás! -gritó don Melú-. ¡Todo el mundo a bordo! Partiremos al monstruo en dos, si no, no podremos librar a las dos marineras.
"El Delfín" y sus hombres volvieron a subir a bordo. El "Argo" retrocedió un poco y se lanzó después con toda su potencia avante, hacia la medusa gigante. La proa del buque era aguda como una cuchilla de afeitar. Cortó la medusa en dos mitades, sin que a bordo se notara apenas un pequeño temblor. La maniobra no carecía de peligro para las dos submarinistas presas entre los tentáculos, pero el primer oficial había calculado su posición con la mayor exactitud y pasó por medio de las dos. Al instante, los tentáculos del monstruo perdieron toda su fuerza y las dos prisioneras pudieron librarse de ellos.
Fueron recibidas jubilosamente a bordo. El profesor Quadrado se acercó a las dos muchachas y les dijo:
-Ha sido culpa mía. No debería haberos enviado. Perdonadme por haberos puesto en peligro.
-No hay nada que perdonar, profesor -respondió una de las chicas con una risa alegre-. Al fin y al cabo nos hemos embarcado para eso.
A lo que la otra chica añadió:
-El peligro es nuestra profesión.
Ya no quedaba tiempo para más palabras. Durante los trabajos de rescate, el capitán y la tripulación se habían olvidado de observar el mar. De modo que sólo ahora, en el último instante, se dieron cuenta de que por el horizonte había aparecido el "tifón andarín" que se dirigía a toda velocidad hacia el "Argo".
Llegó al barco una primera ola, impresionante, lo alzó en su cresta y lo lanzó por una sima acuosa de cincuenta metros de profundidad, por lo menos. De haberse tratado de una tripulación menos experta y valerosa que la del "Argo", en este primer embate la mitad habría sido arrastrada por la borda, mientras que la otra mitad se habría desmayado. Pero el capitán Gordon estaba bien plantado sobre el puente de mando, como si no hubiera pasado nada, y toda la tripulación había aguantado del mismo modo. Sólo la hermosa indígena Momosan, no acostumbrada a los peligros del mar, se había refugiado en un bote salvavidas.
En pocos segundos se oscureció todo el cielo. El torbellino se lanzó, ululante, sobre el barco, al que hacía saltar sobre las olas como un corcho. Su furia parecía crecer de minuto en minuto por no poder romperlo.
El capitán daba sus órdenes con voz sosegada, y su primer oficial las repetía en voz alta. Incluso el profesor Quadrado y sus auxiliares seguían junto a sus instrumentos. Calculaban dónde debía estar el centro del tifón, pues hacia allí tenía que ir el barco. El capitán Gordon admiraba en silencio la sangre fría de los científicos que, al fin y al cabo, no conocían el mar como él y sus hombres.
El primer rayo cayó sobre el buque de acero, que quedó cargado de electricidad. Hacia cualquier parte que se extendiera la mano saltaban chispas. Pero todos, a bordo del "Argo", se habían entrenado durante meses para ello. A nadie le importaba ya.
Lo único malo era que las partes más delgadas del barco, cables de acero y barras de hierro, se ponían incandescentes como el filamento de una bombilla, y eso dificultaba un poco el trabajo de la tripulación, aunque todos llevaban guantes de amianto. Quiso la suerte que esa incandescencia se apagara pronto, porque comenzó a caer una lluvia tal, como nadie de a bordo -a excepción de don Melú- había visto jamás; una lluvia tan espesa que pronto desplazó todo el aire respirable. La tripulación tuvo que ponerse gafas y escafandras de submarinista.
Un relámpago sucedía a otro, un trueno a otro.
La tempestad ululaba. Se levantaban olas enormes y blanca espuma.
El "Argo", con los motores a toda máquina, avanzaba metro a metro contra la fuerza incontenible del tifón. Los maquinistas y fogoneros, en el vientre del barco, hacían esfuerzos sobrehumanos. Se habían atado con gruesas sogas para que los bruscos movimientos del barco no los lanzaran hacia las fauces abiertas de las calderas.
Por fin llegaron al centro del tifón. ¡Qué espectáculo se les ofreció allí!
Sobre la superficie del mar, liso como un espejo, porque la propia fuerza del huracán barría las olas, bailaba un ser gigantesco. Se sostenía sobre una pata, se ensanchaba por arriba y parecía realmente un trompo del tamaño de una montaña. Daba vueltas con tal rapidez, que no se podían distinguir los detalles.
-¡Un Sum-sum gomalasticum! -exclamó entusiasmado el profesor Quadrado, mientras se sujetaba las gafas, que la lluvia le hacía resbalar una y otra vez.
-¿Puede explicarnos esto un poco más? -refunfuñó don Melú-. Somos simples marinos y...
-No moleste ahora al profesor con sus observaciones -le interrumpió la auxiliar Sara-. Es una ocasión única. Esa especie de trompo animal procede, probablemente, de las primeras etapas de la evolución. Debe de tener más de mil millones de años. Hoy no queda más que una variedad microscópica que a veces se encuentra en la salsa de tomate y, excepcionalmente, en la tinta verde. Un ejemplar de esta tamaño es, seguramente, el único superviviente de su especie.
-Pero nosotros estamos aquí -gritó a través del ulular del viento el capitán- para eliminar las causas del "tifón eterno". Así que el profesor ha de decirnos cómo se puede parar esa cosa.
-No lo sé -dijo el profesor-. La ciencia no ha tenido todavía ninguna ocasión de investigarlo.
-Está bien -dijo el capitán-. Primero le dispararemos y ya veremos qué pasa.
-Es una pena -se quejó el profesor-. Disparar sobre el único ejemplar de Sum-sum gomalasticum.
Pero el cañón contraficción ya apuntaba al trompo gigantesco.
-¡Fuego! -ordenó el capitán.
De la boca del cañón salió una llamarada azul de un kilómetro de longitud. No se oyó nada, porque, como todo el mundo sabe, el cañón contraficción dispara proteínas.
El proyectil luminoso voló hacia el Sum-sum, pero cayó bajo el efecto del trompo, se desvió, dio varias vueltas al monstruo y fue arrastrado hacia lo alto, donde desapareció entre las negras nubes.
-¡Es inútil! -gritó el capitán Gordon-. Tenemos que acercarnos más.
-Es imposible acercarnos más -respondió don Melú-. Las máquinas trabajan a toda potencia y lo único que logramos es que la tempestad no nos empuje más lejos.
-¿Tiene alguna idea, profesor? -preguntó el capitán.
Pero el profesor se encogió de hombros, al igual que sus auxiliares, que tampoco sabían qué aconsejar. Parecía que la expedición había fracasado.
En ese momento, alguien tiró de la manga del profesor. Era la bella indígena.
-¡Malumba! -dijo con gesto elegante-. Malumba oisitu sono. Erbini samba insaltu lolobindra. Cramuna heu beni beni sadogau.
-¿Babalu? -preguntó sorprendido el profesor-. ¿Didi maha feinosi intu ge doinen malumba?
La bella indígena asintió repetidamente y contestó:
-Dodo um aufu sulamat vafada.
-Oi-oi -respondió el profesor, mientras se acariciaba pensativamente el mentón.
-¿Qué es lo que dice? -quiso saber el primer oficial.
-Dice -explicó el profesor- que en su pueblo hay una canción antiquísima, con la que se puede hacer dormir al "tifón andarín", si es que alguien se atreve a cantarla.
-¡Qué ridículo! -refunfuñó don Melú-. Una nana para un tifón.
-¿Qué opina usted profesor? -preguntó la auxiliar Sara-. ¿Es posible una cosa así?
-No hay que tener prejuicios -dijo el profesor-. Muchas veces hay un fondo de verdad en las tradiciones de los indígenas. Quizá haya unas vibraciones sonoras determinadas que tienen alguna influencia sobre el Sum-sum gomalasticum. No sabemos nada acerca de sus condiciones de vida.
-No puede perjudicarnos -decidió el capitán-. Tenemos que probarlo. Dígale que cante.
El profesor se dirigió a la bella indígena y dijo:
-Malumba didi oisafal huna-nhuna, ¿vafadu?
Momosan asintió y comenzó a entonar una cantinela muy peculiar que se componía de unas pocas notas que se repetían cada vez:

Eni meni allubeni
wanna tai susura teni.

Se acompañaba con palmadas y saltaba al compás.
La sencilla melodía y la letra eran fáciles de recordar. Poco a poco, otros fueron haciéndole coro, de modo que, pronto, toda la tripulación cantaba, batía palmas y saltaba al compás. Era un espectáculo bastante sorprendente ver cantar y bailar como niños al viejo lobo de mar don Melú y al profesor Quadrado.
Y sucedió lo que nadie habría creído. El trompo gigantesco empezó a dar vueltas más y más lentamente, se paró finalmente y comenzó a hundirse. Con el ruido de un trueno se cerraron las olas sobre él. La tempestad acabó de repente, el cielo se volvió transparente y azul y las olas del mar se calamron. El "Argo" se mecía plácidamente sobre las tranquilas aguas como si jamás hubiera existido una tormenta.
-¡Hombres! -dijo el capitán Gordon mientras los miraba a la cara, uno a uno-. ¡Lo hemos conseguido! -nunca hablaba mucho, todos lo sabían; por eso pesaba tanto más el que ahora añadiera-: estoy orgulloso de vosotros.
-Creo -dijo la chica que llevaba a su hermanito- que ha llovido de verdad. Yo, por lo menos, estoy calada.
Es verdad que mientras tanto había descargado la tormenta. Y sobre todo la niña con su hermanito se sorprendía de que había olvidado tener miedo al rayo y al trueno mientras había estado en el barco de acero.
Siguieron hablando durante un rato sobre la aventura y se explicaban detalles, los unos a los otros, que cada uno había visto y vivido para sí. Entonces se separaron para ir a casa y secarse.
Sólo había uno que no estaba del todo satisfecho con el curso del juego: el niño de las gafas. Al despedirse le dijo a Momo:
-En el fondo es una lástima que hayamos hundido el Sum-sum gomalasticum. ¡El último ejemplar de su especie! Me hubiera gustado poder estudiarlo un poco más de cerca.
Pero en un punto estaban todos de acuerdo: en ningún otro lado se podía jugar como con Momo.


miércoles, 6 de diciembre de 2006

Momo - Michael Ende

Pero un día corrió la voz entre la gente de que últimamente vivía alguien en las ruinas. Se trataba, al parecer, de uan niña. No lo podían decir exactaente, porque iba vestida de un modo muy curioso. Parecía que se llamaba Momo o algo así.
El aspecto externo de Momo ciertamente era un tanto desusado y acaso podía asustar algo a la gente que da mucha importancia al aseo y el orden. Era pequeña y bastante flaca, de modo que ni con la mejor voluntad se podía decir si tenía ocho año sólo o ya tenía doce. Tenía el pelo muy ensortijado, negro como la pez, y con todo el aspecto de no haberse enfrentado jamás a un peine o unas tijeras. Tenía unos ojos muy grandes, muy hermosos y también negros como la pez y unos pies del mismo color, pues casi siempre iba descalza. Sólo en invierno llevaba zapatos de vez en cuando, pero solían ser diferentes, descalabados, y además le quedaban demasiado grandes. Eso era porque Momo no poseía nada más que lo que encontraba por ahí o le regalaban. Su falda estaba hecha de muchos remiendos de diferentes colores y le llegaba hasta los tobillos. Encima llevaba un chaquetón de hombre, viejo, demasiado grande, cuyas mangas se arremangaban alrededor de la muñeca. Momo no quería cortarlas porque recordaba, previsoramente, que todavía tenía que crecer. Y quién sabe si alguna vez volvería a encontrar un chaquetón tan grand, tan práctico y con tantos bolsillos.
Debajo del escenario de las ruinas, cubierto de hierba, había unas cámaras medio derruidas, a las que se podía llegar por un agujero en la pared. Allí se había instalado Momo como en su casa.

[...]

Desde entonces, Momo vivió muy bien, por lo menos eso le parecía a ella. Siempre tenía algo que comer, unas veces más, otras emnos, según fuesen las cosas y según la gente pudiera prescindir de ellas. Tenía un techo sobre su cabeza, tenía uan cama, y, cuando tenía frío, podía encender el fuego. Y, lo más inportante, tenía muchos y buenos amigos.
Se podría pensar que Momo había tenido mucha suerte al haber encontrado gente tan amable, y la propia Momo lo pensaba así. Pero también la gente se dio pronto cuenta de que había tenido mucha serte. Necesitaban a Momo, y se preguntaban cómo habían podido pasar sin ella antes. Y cuanto más tiempo se quedaba con ellos la niña, tanto más imprescindible se hacía, tan imprescindible qeu todos temían que algún día pudiera marcharse.
De ahí que Momo tuviera muchas visitas. Casi siempre se veía a alguien sentado con ella, que le hablaba solícitamente. Y el que la necesitaba y no podía ir, la mandaba buscar. Y a quien todabía no se había dado cuenta de que la necesitaba, le decían los demás:
- ¡Vete con Momo!
Estas palabras se convirtieron en una frase hecha entre la gente de las cercanías. Igual que se dice: "¡Buena suerte!", o "¡Que aproveche!", o "¡Y qué se yo!", se decía, en toda clase de ocasiones: "¡Vete con Momo!".
Pero, ¿Porqué? ¿Es que Momo era tan increíblemente lista que tenía un buen consejo para cualquiera? ¿Encontraba siempre las palabras apropiadas cuando alguien necesitaba consuelo? ¿Sabía hacer juicios sabios y justos?
No; Momo, como cualquier otro niño, no sabía hacer nada de todo eso.
Entonces, ¿es que Momo sabía algo que ponía a la gente de buen humor? ¿Sabía cantar muy bien? ¿O sabía tocar un instrumento? ¿O es que -ya que vivía en una especie de circo- sabía bailar o hacer acrobacias?
No, tampoco era eso.
¿Acaso sabía magia? ¿Conocía algún encantamiento con el que se pudiera ahuyentar todas las miserias y preocupaciones? ¿Sabía leer en las líneas de la mano o predecir el futuro de cualquier otro modo?
Nada de eso.
Lo que la pequeña Momo sabía hacer como nadie era escuchar. Eso no es anda especial, dirá, quizás, algún lector; cualquiera sabe escuchar.
Pues eso es un error. Muy pocas personas saben escuchar de verdad. Y la manera en que sabía escuchar Momo era única.
Momo sabía escuchar de tal manera que a la gente tonta se le ocurrían, de repente, ideas muy inteligentes. No porque diejra o preguntara algo que llevara a los demás a pensar esas ideas, no; simplemente estaba allí y escuchaba con toda su atención y toda su simpatía. Mientras tanto miraba al otro con sus grandes ojos negros y el otro en cuestión notaba de inmediato cómo se le ocurrían pensamientos que nunca hubiera creído que estaban en él.
Sabía escuchar de tal manera que la gente perpleja o indecisa sabía muy bien, de repente, qué era lo que quería. O los tímidos se sentían de súbito muy libres y valerosos. O los desgraciados y agobiados se volvían confiados y alegres. Y si alguien creía que su vida estaba totalmente perdida y que era insignificante y que él mismo no era más que uno entre millones, y que no importaba nada y que se podía sustituir con la misma facilidad que una maceta rota, iba y le contaba todo eso a la pequeña Momo, y le resultaba claro, de modo misterioso mientras hablaba, que tal como era sólo había uno entre todos los hombres y que, por eso, era imortante a su manera, para el mundo.
¡Así sabía escuchar Momo!


martes, 5 de diciembre de 2006

A vuelta de teléfono

Bueno, pues esta mañana he llamado al ambulatorio en la hora del almuerzo, y aunque estaba yo un poco espesa (a las 10 de la mañana debería estar prohibido estar despierto...), he logrado entender más o menos lo que me explicaba la señorita que me ha atendido con tanta paciencia (créanme, cuando estoy espesa, estoy MUY espesa y explicarme algo es todo un ejercicio de paciencia). En principio se ha pensado que lo que yo quería era sacarme el número de la Seguridad Social, pero luego he conseguido explicar que ya lo tenía (mi oratoria en según qué circunstancias, la mayoría de ellas, es más bien deficiente), y me ha explicado que puede ir cualquier persona a solicitar una tarjeta para mí, siempre que yo le preste mi D.N.I. y él lleve todos mis datos bien apuntaditos. Después de 5 minutos explicación va, explicación viene, he tenido un breve instante de iluminación y se me ha ocurrido preguntarle "Porque el jueves no abren ¿Verdad?". Supongo que la he pillado de sorpresa con el giro en la conversación, porque primero me ha respondido que no, pero inmediatamente me ha preguntado si tenía puente, le he dicho que si, y entonces me ha dicho que sí, que abrían, así que le he dicho que entonces mucho mejor, que el jueves me presentaba yo ahí con mis cosas para solicitarla. Me ha dicho que lleve la tarjeta vieja que tenga, el papelito de solicitud que cursé en Madrid y (al loro) una nómina para saber el número de afiliación a la Seguridad Social... Que me pregunto yo porqué (es la primera vez que me la piden), puesto que el numerito de marras ya aparece en la tarjeta vieja Y en el papelito de solicitud que cursé en Madrid... Y en la tarjeta de afiliación a la Seguridad Social, que también me pedirán, seguro.

Viva la redundancia.

lunes, 4 de diciembre de 2006

Con la Administración hemos topado...

Hay gente que tiene jornada laboral en horario intensivo por las mañanas. Parte de esa gente se desplaza una considerable distancia para acudir al trabajo. Partiendo de esa base me parece casi hasta ridículo el hecho de que no haya ni UN sólo administrativo en los ambulatorios por las tardes. Que si, que son funcionarios y como tales sólo trabajan por las mañanas... Pero... ¿Y si tienes que hacer cualquier cosa (como en mi caso solicitar un traslado de tarjeta sanitaria de Madrid a Zaragoza) que, como no es "visita al médico" no te permite solicitar el llegar tarde al trabajo o que te dejen libre un rato para ir a hacer el papeleo en un momento al ambulatorio?
En mi caso, ese "rato" serían varias horas (y eso suponiendo que entrara en el concepto "ir al médico", que, según recuerdo, da derecho a 4 horas para ir, hacer la consulta y volver), puesto que no trabajo en la propia Zaragoza, sino en un pueblo a unos 15 minutos en bus. Sin contar el hecho de que estoy en período de pruebas y ya pedí un día para ir a arreglar unos papeles que quedaron colgando en el INAEM justo la semana que empecé a trabajar, y ya sería tocar mucho las narices. Es una empresa pequeñita en la que trabajo, somos 5 más la jefa, así que no creo que llegara a los extremos en que llegaba la anterior empresa en la que trabajé, en la cual, en el período de pruebas ingresaron unos tres o cuatro días a una compañera por piedras en el riñón, y ya le dijeron que no volviera, pero aún con todo no causa buena impresión a la hora de que se piensen o no el si he superado el período de pruebas o incluso a la hora de renovar el contrato.

Tengo entendido que hay consultas de los médicos de cabecera de cada cual tanto por las mañanas como por las tardes. Al menos así sucedía en el ambulatorio que me tocaba en Madrid. Me parece fantástico, puesto que hay gente que trabaja lejos de casa en jornada intensiva y le resultaría más bien difícil acudir a las consultas si fueran exclusivamente por las mañanas. Sin embargo, cuando esta tarde he acudido al ambulatorio más cercano a mi casa, una amable enfermera me ha informado de que tendría que llamar por la mañana para exponer mi caso, puesto que los administrativos concluyen su jornada laboral a eso de las 14:30 o así, y ver cómo se puede arreglar. Eso significa que mañana en la hora del almuerzo, me tocará estar colgada del teléfono... Intentando (porque no hay garantía de que se consiga) solucionar el entuerto.

Que en dos años que he estado viviendo en Madrid no me llegara la tarjeta sanitaria que pedí nada más llegar, con frecuentes visitas al ambulatorio para preguntar cómo iba el asunto pues se suponía que en 15 días llegaría, me parece vergonzoso. Pero esto me parece estúpido. Realmente estúpido.

Enfin...

Ya veremos en qué concluye esto.

domingo, 3 de diciembre de 2006

Manifiesto contra la tortura

El Congreso de los Estados Unidos de América acaba de aprobar, con la firma del Presidente, una ley —la Military Commissions Act of 2006— que justifica y propicia la práctica de la tortura, mediante la autorización de interrogatorios coercitivos y la imposición de dolor físico y mental como procedimiento pretendidamente legal. Lo ha hecho en nombre de una Guerra global contra el terrorismo cuya expresa indefinición jurídica permite comprender entre sus objetivos estratégicos y tácticos tanto a verdaderos criminales, como a grupos o personas que se enfrentan a ocupaciones militares o gobiernos tiránicos -a las que el derecho internacional garantiza el estatuto de combatientes-, organizaciones y movimientos de defensa civil o de resistencia, y a simples ciudadanos.

Esta legalización de la tortura corona una serie de escándalos globales que han puesto de manifiesto su uso por parte de agentes y militares de esa misma Guerra global, sobre quienes ellos discrecionalmente dispongan, principalmente en prisiones secretas y campos militares de detención.

La tortura es un medio violento destinado a destruir la integridad moral y física del ser humano y anular su voluntad. Tanto los llamados métodos científicos de interrogación coercitiva, como las técnicas de agresión eléctrica, química, física y psíquica definen uno y el mismo sistema de violación, degradación y sujeción de la persona. Sólo los gobiernos despóticos, corruptos o belicistas han hecho uso de esas prácticas deshumanizadoras. Sólo los sistemas totalitarios les han dado carta de legitimidad. Las comunidades democráticas, la conciencia moral y religiosa de los pueblos, el más elemental humanismo no han dejado de oponerse a sus ultrajes y a su crueldad.

La aplicación de la tortura se extiende deliberadamente a grupos sociales amplios, comprendiendo las familias, los círculos sociales o las comunidades religiosas que puedan disponer de información directa o indirecta sobre cualquier forma de resistencia política, sea o no violenta. Pero la tortura no sólo es una práctica cruel, sino que construye además todo un sistema de terror y coerción sociales. Su último objetivo es humillar y deshumanizar a las comunidades en las que se aplica, destruir sus vínculos de solidaridad, vaciar su confianza en sí mismas y liquidar su voluntad colectiva. Es la expresión siniestra de un poder ilimitado sobre los lugares más íntimos del cuerpo y sobre naciones enteras, en un mundo en el que cada día hay más injusticia y desigualdad y más desesperación.

La práctica militarmente organizada de la tortura, los abusos sexuales y de todo tipo contra hombres y mujeres, los encarcelamientos clandestinos y las desapariciones forzadas, no son una noticia nueva en la historia del Tercer Mundo, y de América Latina en particular. Ha sido más bien una constante histórica de la dominación colonial, neocolonial, socialista y neoliberal.

Pero su justificación por parte de las autoridades norteamericanas tiene consecuencias globales más graves todavía. Muchos gobiernos se han servido de la tortura, pero no podían legitimarla, ni pretendían defender y difundir la libertad con esta clase de métodos. Hoy, la propaganda a favor de la tortura en nombre de la llamada Guerra contra el terrorismo ofrece a estos gobiernos una siniestra coartada para su uso pasado, presente y futuro. Legalizada o no, la tortura es una práctica aberrante condenada por principios elementales de humanidad.

En los últimos años hemos asistido al recorte, la instrumentalización y neutralización de estos mismos derechos, hasta el extremo de hacerlos irreconocibles. El derecho a la integridad física y moral de la persona, a la defensa jurídica de su inocencia frente a poderes corporativos y estatales, y a la resistencia contra constantes violaciones del territorio, del ecosistema y de la propia vida humana ha sido una y otra vez violado. La propaganda de guerra y la legitimación de la tortura coronan este proceso regresivo de una humanidad amenazada.

Apelamos el respeto sagrado a la dignidad humana, a su integridad física y espiritual, y a su soberanía moral. Exigimos el rechazo de la tortura como una práctica inhumana, contraria a toda forma civilizada de convivencia, y opuesta a toda verdadera restauración de una dañada comunidad pacífica de los pueblos: en nombre de los Derechos Humanos.

Blogs contra la tortura. Manifiesto