Tiempo para amar - Robert Heinlein
A pesar de lo que le dije al Miembro más antiguo, mi antepasado el abuelo Lazarus, trabajo mucho en el gobierno de Secundus. Pero solo decidiendo las políticas y juzgando el trabajo de otros. Yo no hago el trabajo pesado; eso se lo dejo a los administradores profesionales. Aun así, los problemas de un planeta con más de mil millones de personas pueden mantener a un hombre muy ocupado, sobre todo si su intención es gobernar lo menos posible, porque eso significa que debe mantener los ojos bien abiertos y los oídos afinados por si sus subordinados están gobernando cuando no hace falta. La mitad de mi tiempo se consume en la negativa tarea de quitar de ahí a esos oficiosos funcionarios y ordenar que nunca más sirvan en un cargo público.
Luego suelo abolir sus trabajos y todos los trabajos subordinados a ellos.
Jamás he observado que tal poda produzca daño alguno, salvo que los parásitos cuyos trabajos se eliminan deben encontrar alguna otra forma de evitar la inanición (pueden morirse de hambre cuando quieran, casi mejor que se mueran. Pero no lo hacen).
Lo importante es percibir esos crecimientos malignos y eliminarlos cuando aún son pequeños. Cuanta más habilidad adquiera un presidente interino en esta tarea, más brotes encuentra, lo que lo mantiene más ocupado que nunca. Cualquiera puede ver un incendio forestal, el talento consiste en husmear los primeros indicios de humo.
Eso me deja muy poco tiempo para mi principal trabajo: decidir las políticas. El propósito de mi gobierno no es nunca hacer el bien, sino abstenernos de hacer el mal. Cosa que parece sencilla pero no lo es. Por ejemplo, aunque es obvio que prevenir una revolución armada forma parte de mis principales obligaciones, es decir, mantener el orden, empecé a tener dudas sobre lo acertado de trasladar a líderes revolucionarios en potencia años antes de que el abuelo Lazarus me llamara la atención sobre ello. Pero el síntoma que suscitó mi preocupación fue tan ínfimo que me llevó diez años darme cuenta. Durante esos diez años no se produjo ni un solo atentado contra mi vida.
Para cuando Lazarus Long volvió a Secundus con el propósito de morir, este inquietante síntoma ya había cumplido los veinte años.
No auguraba nada bueno y yo me di cuenta. Una población de más de mil millones de habitantes tan contenta, tan uniforme, tan satisfecha que no aparece ni un solo asesino decidido en dos décadas, está gravemente enferma, por muy sana que parezca. Durante los diez años que pasaron tras notar esta carencia, estuve preocupado cada hora del día que me sobraba y me encontraba preguntándome una y otra vez: ¿qué haría Lazarus Long?
Sabía en líneas generales lo que había hecho él (y por eso decidí emigrar), o bien sacaba a mi gente del planeta o me iba solo si nadie quería seguirme.
(Al releer esto, da la sensación de que quería que me asesinaran por una especie de sentido místico, "el Rey debe morir". ¡En absoluto! En todo momento me rodea una salvaguarda personal sutil y poderosa cuya naturaleza no voy a divulgar. Pero no pasa nada por mencionar tres precauciones negativas: mi aspecto facial es desconocido para el público; de todos modos, casi nunca aparezco en público, y cuando lo hago jamás se anuncia. El trabajo de gobernante es peligroso (o debería serlo), pero no tengo intención de morir por su causa. El "síntoma inquietante" no era que yo estuviera vivo sino que no había asesinos muertos. Nadie parece odiarme lo suficiente para intentarlo. Aterrador. ¿En qué les he fallado?).
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