LA HISTORIA DE JUAN Y BÁRBARA
Juana y Miguel se habían marchado a una fiesta de niños. Lucían sus mejores trajes y parecían de verdad, como dijo al verlos la camarera Elena, "figuras de un escaparate".
Durante toda la tarde estuvo la casa muy tranquila y callada, como sumida en hondas reflexiones o soñando tal vez.
Abajo, en la cocina, la señora Brill estaba leyendo el periódico, con los lentes calados. Robertson Ay se sentaba en el jardín, muy ocupado en no hacer nada. La señora Banks descansaba en el sofá del salón, con los pies en alto, y, la casa permanecía muy callada en torno suyo, perdida en sus ensueños o acaso enfrascada en sus reflexiones.
Arriba, en el cuarto de los niños, Mary Poppins estaba sacudiendo la ropa junto al hogar, y derramábase la luz del sol por la ventana, aleteando en las blancas paredes y bailando sobre las cunitas de los niños.
- ¡Anda, vete! Que me das en los ojos - le dijo Juan en voz alta.
- ¡Lo siento! - contestó la luz del sol.- Pero no puedo evitarlo. Sea como sea, he de cruzar el aposento. Las órdenes, órdenes son. He de ir de Levante a Poniente en un solo día y mi camino pasa por vuestro cuarto. ¡Lo siento! Cierra los ojos y no me verás.
El dorado rayo de sol alargóse por la estancia. Era evidente que se apresuraba cuanto podía para complacer a Juan.
- ¡Qué suave, qué dulce eres! ¡Me gustas! -dijo Bárbara, tendiendo las manecitas hacia su resplandeciente calor.
- ¡Buena niña! -dijo, satisfecha, la luz del sol. Y se deslizó por sus mejillas y su cabello con paso leve y caricioso. -¿Te gusta mi caricia?- dijo, como si le agradara que le alabasen.
- ¡Es dee.. licioso! -dijo Bárbara, dando un suspiro de felicidad.
- ¡Charla que te charla! Nunca vi un sitio en que se charlase más. En este cuarto siempre hay alguien que ha soltado la lengua -dijo una aguda voz en la ventana.
Juan y Bárbara alzaron los ojos.
Era la corneja que vivía en lo alto de la chimenea.
- ¡Vaya! Me gusta tu frescura -dijo Mary Poppins, volviendo el rostro rápidamente. -Y ¿Qué vamos a decir de tí? Te pasas el día entero y, además, la mitad de la noche en los tejados y en los postes telegráficos, y siempre chillando y gritando a voz en cuello. Serías capaz de charlar con la pata de un sillón. Eres peor que un gorrión, te lo aseguro.
La cornea ladeó la cabeza y la miró desde el marco de la ventana.
- Bueno -dijo,- es que he de atender a mis asuntos. Tengo consultas, discusiones, explicaciones, regateos. Y eso, claro está, requiere algunos ratos de... ejem... de conversación tranquila...
- ¡Tranquila! -exclamó Juan, riéndose con toda el alma.
- Nada te dije a tí, jovencito -dijo la corneja, brincando hacia el alféizar. -Y tampoco tú charlas... que digamos. El sábado pasado estuviste dale que dale horas enteras. ¡Santo Cielo! Creí que no acabarías nunca... Por culpa tuya estuve en vela toda la noche.
- Entonces no hablaba -explicó Juan. -Estaba... -se detuvo. -Quiero decir que me dolía algo.
- ¡Hum! -dijo la corneja, y dando brincos, se posó en el barrote de la cuna de Bárbara. Luego, se deslizó por él hasta alcanzar la cabecera y dijo con voz suave y mimosa:
- Bueno, Bárbara Banks: ¿no tienes hoy nada para tu vieja amiga?
Bárbara se sentó, asiéndose a los barrotes de su cuna.
- Ahí va la mitad de mi bizcocho -le dijo, y se lo tendió con su manecita redonda, rolliza.
Saltó la corneja, tomóle la golosina de la mano y voló hacia el alféizar de la ventana. Una vez allí, empezó a picotear ávidamente el bizcocho.
- ¡Muchas gracias! -dijo Mary Poppins con intención, pero la corneja estaba demasiado ocupada comiendo para advertir el reproche.
- He dicho "¡Muchas gracias!" -repitió Mary Poppins, alzando la voz.
- ¿Eh? ¿Cómo dices? ¡Anda, chica, anda! No me queda tiempo para esas monadas. -Y levantó con el pico el último bocado de bizcocho.
La estancia estaba muy tranquila.
Juan, adormilado en la dorada luz, púsose en la boca los dedos de su pie derecho y los deslizó por el sitio donde empezaban ya a apuntarle los dientes.
- ¿Porqué te molestas haciendo eso? -dijo Bárbara con su voz suave y alegre, que parecía siempre llena de risa. -¡Pero si nadie te ve!
- Ya lo sé -dijo Juan, soplando en sus deditos como en un caramillo.- Pero quiero practicarme. ¡Divierte tanto a la gente mayor! ¿Observaste que tía Flossie casi se volvió loca de contento cuando ayer lo hice? "¡Qué rico! ¡Qué pichón! ¡Qué monería! ¡Qué encanto!" ¿No oíste cómo lo decía? - Y Juan apartó el pie y se rió a carcajadas, pensando en tía Flossie.
- También mi truco le gustó -dijo Bárbara, satisfecha. -Me quité los dos zapatitos de punto y entonces dijo que estaba tan rica que quería comerme. Es gracioso... Cuando yo digo que quiero comerme algo, lo digo de veras: los bizcochos, las rosquillas y las bolitas de la cama. pero me parece que la gente mayor nunca dice de veras las cosas. ¿Crées tú que quería comerme de verdad?
- No. Es que suelen hablar como unos bobos -dijo Juan. -Creo que nunca llegaré a comprenderlos. ¡Qué tontos parecen! Y, a veces, también lo son Juana y Miguel.
- ¡Hum! -asintió Bárbara, quitándose pensativamente los zapatitos de punto y volviendo a ponérselos.
- Por ejemplo -dijo Juan,- no entienden una palabra de lo que nosotros decimos. Y, lo que es peor, tampoco entienden lo que dicen las otras cosas. ¿Sabes? El lunes psado oí decir a Juana que le gsutaría conocer el lenguaje del viento.
- Ya sé -dijo Bárbara. -Es asombroso. Y Miguel insiste siempre (¿le has oído?) en que la corneja dice "¡Uí-tuí-i-í"! Al parecer, no sabe que nada de eso dice la corneja; habla exactamente como nosotros. Es natural que papá y mamá no lo sepan, pues no pueden saberlo todo, aunque sean tan ricos, pero uno creería que Juana y Miguel debieran saberlo...
- Antes lo supieron -dijo Mary Poppins, doblando uno de los camisones de Juana.
- ¿Cómo? -preguntaron a la vez Juan y Bárbara, con aire sorprendido. -¿De veras? ¿Comprendían a la corneja y al viento y...
- Y lo que dicen los árboles, y el lenguaje del sol y de las estrellas... ¡Claro que lo comprendían! Pero eso fue ántes -dijo Mary Poppins.
- Pero... pero, ¿cómo es que lo han olvidado del todo? -dijo Juan, arrugando el entrecejo y haciendo un esfuerzo por comprender.
- ¡Ajajá! -dijo la corneja significativamente, alzando la vista que hasta entonces fijara en los restos de su bizcocho. -¿Os gustaría saberlo?
- Pues porque son ya mayores -explicó Mary Poppins; -hazme el favor de ponerte enseguida los zapatos.
- Eso es una razón muy tonta -observó Juan, mirándola con severidad.
- Pero es exacta -dijo Mary Poppins, -atando sólidamente el calzado a los tobillos de Bárbara.
- Bueno, pues los bobos serán Juana y Miguel -prosiguió Juan.- Yo sé que no he de olvidarlo, cuando sea mayor.
- Ni yo -dijo Bárbara, chupándose el dedo, muy satisfecha.
- Pues lo olvidaréis -afirmó con energía Mary Poppins.
Los mellizos se sentaron y se quedaron mirándola.
- ¡Uf! -dijo despectivamente la corneja. -¡Miradlos! Se creen una de las maravillas del Mundo, unos prodigios... ¡Qué idea! Lo olvidaréis, claro está, lo mismo que Juana y Miguel.
- ¡No! -dijeron los mellizos, clavando en la corneja su furiosa mirada.
La corneja soltó una risita sarcástica.
- Os he dicho que lo olvidaréis -insistió. -Claro que no tendréis vosotros la culpa -añadió más suavemente. -Lo olvidaréis sin poder remediarlo. Nunca existió un ser humano que lo recordase después de haber cumplido el año... salvo ella, claro está. -Y con la cabeza indicó a Mary Poppins.
- Pero ¿por qué puede recordarlo ella y no nosotros? -dijo Juan.
- ¡Ah! Porque es distinta. Ella es la gran excepción. No puedo ir yo a su lado -dijo la corneja sonriendo a los dos niños.
Juan y Bárbara guardaron silencio.
- Es algo especial ¿sabéis? -siguió explicando la corneja. -Claro que no lo es por su belleza, pues cualquiera de mis polluelos recién nacidos es más guapo que Mary Poppins...
- ¡Cállate, impertinente! -dijo Mary, muy enojada, acercándose con paso vivo al pájaro y agitando hacia él el delantal. Pero la corneja saltó a un lado y voló luego hacia el marco de la ventana, silvando con sorna, ya fuera de su alcance.
- Creíste pillarme esta vez, ¿no es eso? -preguntó burlonamente, y agitó hacia Mary las plumas de sus alas.
Mary Poppins contestó con un gruñido.
El sol avanzaba por el aposento, arrastrando su largo rayo de oro. Fuera, habíase levantado una leve brisa, que susurraba blandamente a los cerezos del Pasaje.
- ¡Escucha, escucha! El viento está hablando -dijo Juan, ladeando su cabecita. -¿Dices de verdad que no lo oiremos cuando seremos mayores, Mary Poppins?
- Lo oiréis lo mismo que ahora -dijo Mary Poppins, -pero no entenderéis lo que dice. -Al oír estas palabras, Bárbara se echó a llorar por lo bajo. También las lágrimas se asomaron a los ojos de Juan. -Bueno, no puede remediarse. Así son las cosas -dijo juiciosamente Mary Poppins.
- ¡Miradlos, miradlos! -exclamó con sarcasmo la corneja. -¡Son capaces de morirse de un berrinche! ¡Vaya! Una corneja metida aún en el huevo tiene más seso que esos bobos. ¡Miradlos, miradlos!
Juan y Bárbara estaban llorando amargamente en sus cunitas, con largos sollozos del más profundo pesar.
De pronto abrióse la puerta y entró la señora Banks.
- Me pareció oír a los nenes -dijo. Y corrió hacia los mellizos. -¿Qué os pasa, hijitos? ¡Oh! Mis tesoros, mi dulzura, mis pichones, ¡qué os ocurre? ¿Por qué lloran así, Mary Poppins? ¡Tan quietecitos como han estado toda la tarde!... No los he oído ni una sola vez. ¿Qué les ocurrirá?
- Si, señora; no, señora. Será que echan los dientes, señora -dijo Mary Poppins, apartando deliberadamente los ojos del sitio donde se posaba la corneja.
- ¡Oh, naturalmente! Eso será -dijo la señora Banks con aplomo.
- Yo no quiero tener dientes, si me han de hacer olvidar lo que más me gusta -gimió Juan, agitándose en su cuna.
- Tampoco yo -lloriqueó Bárbara, ocultando el rostro en la almohada.
- ¡Pobrecillos, mis polluelos! Todo os pasará cuando ese dientecillo tan malo saque la cabecita -dijo la señora Banks, con voz dulce, yendo de una cuna a otra.
- ¡No me entiendes! -berreó furiosamente Juan. - ¡No quiero tener dientes!
- ¡No nos pasará, sino que estaremos peor! -gimió Bárbara, junto a su almohada.
- Sí... sí... Hijitos... mis hijitos. Mamá lo sabe, mamá lo entiende. Todo irá bien cuando haya salido el diente -dijo la señora Banks, arrullándolos con ternura.
Oyóse en la ventana un leve rumor. Era la corneja, quese apresuraba a ahogar su risita. Mary Poppins le dirigió una severa mirada y el pájaro se puso algo más serio y siguió contemplando la escena con una vaga sonrisa.
La señora Banks daba suaves palmaditas a sus niños, primero al uno y luego al otro, y les murmuraba unas cosas, confiando calmarlos. De pronto Juan cesó de llorar. Era un nene muy bien educado y, como quería mucho a su mamá, sabía tratarla como es debido. No tenía ella la culpa, pobre mujer, si en lo que decía se equivocaba siempre. Sólo era -reflexionaba el niño- porque no entendía las cosas. Así, pues, para demostrar que la perdonaba, volvióse cara arriba y, muy melancólicamente, sorbiéndose las lágrimas, cogióse el pie derecho con las manos y deslizóse los deditos por la boca abierta.
- ¡Hijito, ricura! ¡Qué listo es! -exclamó su madre admirativamente. El nene repitió el gesto y ella quedó muy complacida.
Entonces Bárbara, para que no la aventajran en buenos modales, surgió de su almohada y, con la cara húmeda aún de llanto, sentóse en el lecho y se quitó a la vez sus dos zapatitos de punto.
- ¡Mi encanto! -dijo la señora Banks con orgullo, besándola muchas veces.
- Y lo ve usted, Mary Poppins: vuelven a ser buenos nenes. Siempre logro consolarlos. Muy buenos, muy buenos -dijo la señora Banks, como si cantase una nana. -Y muy pronto saldrá el dientecito.
- Si, señora -dijo con calma Mary Poppins; y, sonriendo a los mellizos, salió la señora Banks y cerró tras sí la puerta.
En cuanto hubo desaparecido, la corneja soltó una sonora carcajada.
- ¡Perdona que me sonría! -exclamó. -Pero, realmente, no puedo remediarlo. ¡Qué escena!
Juan no se fijó en ella. Apretó el rostro contra los barrotes de su camita y dijo a Bárbara, en voz baja, pero fieramente:
- No, no seré como los demás. Te aseguro que no lo seré. Esos -e indicó con la cabeza a la corneja y a Mary Poppins -dirán lo que quieran, pero yo nunca olvidaré lo que comprendo ahora ¡Nunca!
Mary Poppins se sonrió para sí, como diciendo: "¡Si sabré yo esas cosas!"
- Yo tampoco -contestó Bárbara. -¡Nunca!
- ¡Válgame mi cola! ¡Oídlos! -chilló la corneja, apoyando sus alas en las caderas y prorrumpiendo en grandes risotadas. -¡Como si pudiesen dejar de olvidarlo! Dentro de un mes o dos, de tres a lo sumo, ya no se acordarán de mi nombre... ¡cuclillos bobos! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! -Y, soltando otra carcajada, abrió sus jaspeadas alas y dejó el alféizar...
No tardó mucho, tras las consiguientes molestias, en salir el diente, pues al fin todos los dientes han de acabar así, y los mellizos celebraron su primer cumpleaños.
Al día siguiente al de la fiesta, la corneja, que había estado de vacaciones en Bournemouth, volvió al número diecisiete del Pasaje de los Cerezos.
- ¡Hola, hola, hola! ¡Aquí me tenéis otra vez! -chiló alborozadamente, posándose, con cierta vacilación, en el alféizar de la ventana. -Bueno, ¿cómo está esa muchacha? -preguntó burlonamente a Mary Poppins, ladeando su cabecita y mirándola con sus ojos relucientes, llenos de risa y de guiños.
- Pues no se encuentra mejor porque tú se lo preguntes -dijo Mary Poppins, sacudiendo la cabeza.
La corneja se echó a reir.
- Eres la Mary Poppins de siempre -dijo. -¡Nunca, nunca has de cambiar! Y ¿cómo están los otros... los cuclillos? -preguntó, mirando hacia la cuna de Bárbara. -Oye, Barbarina -empezó, con su voz suave y zalamera: -¡No hay nada para tu amiguita?
- ¡Bi-la-bila-bila-bila! -dijo Bárbara, arrullando muy bajito, mientras seguía comiendo su bizcocho.
La corneja, sorprendida, sobresaltada, dió unos brincos y se acercó algo más.
- ¿No me has oído? -repitió, alzando la voz. -¿No hay nada hoy para tu amiga, Barbarita mía?
- Be-lu... be-lu... be-lu -murmuró Bárbara, fijándo los ojos en el techo, mientras se tragaba la última dulce migaja.
La corneja se quedó mirándola.
- ¡Ah! -dijo de pronto, y volvió la cabeza y dirigió a Mary Poppins una mirada interrogativa. Mary fijó largamente en el pájaro sus ojos llenos de calma.
Luego, con rápido movimiento, voló la corneja sobre la camita de juan y se posó en su barandilla.
- ¿Cómo me llamo? ¿Cómo me llamo? ¿Cómo me llamo? -gritó la corneja, con voz estridente y ansiosa.
- ¡I-um! -dijo Juan, abriendo la boca e introduciendo en ella la pata del lanudo corderillo.
Meneando un poco la cabeza, el pájaro se apartó.
- Ha ocurrido ya, entonces -dijo en voz baja a Mary Poppins.
Ella le contestó con un signo afirmativo.
La corneja permaneció unos momentos mirando a los mellizos, con ojos llenos de melancolía. Luego, encogió sus jaspeadas alas.
- ¡Oh!... Ya sabía yo que eso había de ocurrir. Se lo dije siempre, pero no querían creerme. -Permaneció un rato callada, con la mirada fija en las cunas. Después sacudió enérgicamente su cuerpo.
- Bueno, bueno. Tengo que marcharme. He de volver a mi chimenea, pues requiere una buena limpieza primaveral. -Voló hacia el alféizar de la ventana y se detuvo, mirando por encima de un ala.
- Con todo, sin ellos va a parecerme muy raro. Siempre me gustó charlar con ellos... sí, em gustó siempre. Los echaré de menos, claro está.
Deslizó rápidamente un ala por sus ojos.
- ¿Estás llorando? -preguntóle con sorna Mary Poppins. La corneja volvió en sí.
- ¿Llorando? No, no lloraba. Me resfrié... ejem... me resfrié ligeramente en mi viaje de regreso... eso es todo. Si, un ligero resfriado. No tiene la menor importancia. -Subióse al postigo, se alisó con el pico las plumas del pecho, dijo alegremente "¡Chirío!", tendió las alas y desapareció...