sábado, 18 de junio de 2005

De Juan Bonilla, copiado del Diario "Sur"

Título: Un amor imposible.
Autor: Imagino que Juan Bonilla.
Fuente: Diario "Sur".

Jaufré Rudel, harto del plectro de los juglares que interpretaban sus canciones, harto de las sonrisas de las damas que se disputaban el honor de ser cantadas en las composiciones de un artista, harto de los furibundos maridos que sospechaban siempre que el trovador apuesto cortejaba a sus señoras mientras ellos estaban en el establo follándose a una criada, harto de la rutina y la mentira de haber alcanzado cierta maestría en el manejo de las rimas y las estrofas. Jaufré Rudel, perdido en los laberintos nocturnos de la ciudad, entrando en las tabernas llenas de marineros borrachos y gente cansada, allí donde las canciones que se cantaban alcanzaban un punto de brutalidad que aplastaba a las composiciones tan medidas y diseñadas por el buen gusto de los trovadores.

El joven Jaufré Rudel, cansado de todo, en pos de alguna cosa que lo salvara, se encontró de pronto con una meta, un lugar al que ir, una ficción creada a partir de lo que otros contaban y fermentada en su interior, allí donde los espectros que recibía generados por testimonios ajenos se transformaban al fin en algo propio e íntimo. Los marineros borrachos hablaban de la belleza inalcanzable de la condesa de Trípoli, aseguraban que nunca en sus muchas leguas de mar y en sus largas jornadas en tierra habían visto nada más hermoso. La imposibiidad de atraer la atención de aquella mujer, suspendida de su propia belleza y su altanería, de su condición de estatua o de ser intocable, multiplicaba el vigor de su belleza. Oyendo aquellos cuentos, aquellas leyendas sobre la criatura africana, Jaufré Rudel alimentó en su interior una necesidad imperiosa: la de comprobar si los marineros exageraban o decían la verdad. Pero ése fue sólo el primer paso para alentar el viaje, el viaje salvador que tenía como verdadero propósito rescatarlo de su cansada vida en la corte y de las sonrisas de las damas y de los plectros de los juglares y de los cotilleos y del asedio de los maridos. El paso siguiente fue confeccionar una ficción sagrada a la que conceder el rango de verdad: se enamoró de esa ficción. En realidad iba a embarcarse rumbo a Trípoli no para comprobar nada de lo que hubieran contado los marineros, sino para satisfacer su necesidad de que fuera cierto el sentimiento que le había ido creciendo en el interior, la fe a la que había dejado crecer en el centro de su pecho y le había ido colonizando las noches borrachas.

Ya no quería ver a la condesa de Trípoli para examinar los comentarios de unos borrachos de cuyo buen gusto era imposible fiarse, sino para comprobar si el ser al que había elegido como depositario de su gran amor se lo merecía. ¿Cómo puede uno enamorarse de una criatura a la que no conocemos, de la que sólo sabemos que existe por los cuentos y leyendas que cuentan unos marineros borrachos que aseguran haberla visto y haber quedado prendados y prendidos de su belleza? Sólo de una forma: inventándosela, inventando a esa criatura e inventando el amor que padecemos por esa criatura. En el fondo, todo amante inventa a quien ama, es precisamente la comparación de personaje real con la imagen ideal que de esa criatura hacemos la que provoca que la falla que separa ambas entidades se mueva y produzca los seísmos y las catástrofes sentimentales que alimentan una inmensa proporción de la lírica occidental, de la cinematografía mundial y de las cuentas millonarias de los psicoanalistas.

Así que Jaufré Rudel, el trovador del que sólo quedan seis composiciones elegantes, se embarcó rumbo a Trípoli, rumbo a la ficción de un amor más poderoso que la realidad, rumbo a una criatura que se había inventado para salvarse, para encontrarse perdiéndose, para perderse encontrándose. Todos lo hacemos antes o después: unos encuentran lo que inventaron, otros se inventan lo que encuentran, otros no encuentran nunca nada que se pueda parecer a lo que se inventaron, y otros corrigen lo que se inventaron para decuar el deseo/ficción a la realidad pura y dura. También es cierto que todo el mundo mata lo que ama, que los cobardes lo hacen con un beso y los valientes con una espada, que los cobardes lo hacen con silencio y los valientes con palabras, según dijo inmejorablemente Oscar Wilde, otro gran inventor de criaturas excepcionales que quedaban desmentidas por la realidad.

Jaufré Rudel, tan joven, embarcado rumbo a Trípoli, surcando las aguas de la realidad con una tripulación que seguía inventándose cosas acerca de la Condesa, acerca de su rostro maravilloso y sus ojos que nunca se rebajan a mirar el rostro de los que la admiran. Jaufré Rudel rumbo a un espejismo de luz sonriente, incapaz de sostenerse en la mera ficción y en el sueño, necesitando alcanzar la meta de la realidad para comprobar si su deseo era tan deífico que ha sido capaz de generar una realidad que esté a su altura. Pero la realidad trama desastres en cuanto se le da ocasión. Y las olas son altas y juegan con el barco donde va el trovador, y el cielo se llena de nubes musculosas que batallan inventándose rayos, y cuando la costa africana ya está cerca el barco se rompe, los marinos tratan de salvarse, se pierden de vista unos a otros, mientras el barco se hunde en las espesas aguas de la realidad y el trovador acaba salvándose momentáneamente en las aguas de su sueño. Despierta en una costa, apenas consigue articular palabras, y en esas frases que logra componer quien fue maestro en la composición de versos, acierta a pronunciar el nombre sagrado de la amada que ha ido a buscar, y alguien que le escucha recompone su historia y entiende que aquel joven se embarcó sólo para mirar a los ojos de la Condesa de Trípoli, y negocia un encuentro con ella, consigue que le cuenten minuciosamente la historia de aquel naufrago, un náufrago que se muere, al que apenas le queda aliento y que pide como último deseo alcanzar a ver el rostro de la criatura que se ha inventado, quizá para saber si mereció la pena el viaje, si su ficción fue demasiado optimista o por el contrario se quedó corta al ser comparada con la hasta entonces invisible realidad.

Y, conmovida, la Condesa de Trípoli dice sí, llevadme hasta ese joven, y así sucede, y el trovador Jaufré Rudel, tan joven, muere mirando el rostro que se había inventado, muere consciente de que aunque solemos ser suficientemente generosos en la invención de las cosas de las que nos enamoramos, a veces, solo a veces, milagrosamente, las cosas de las que nos enamoramos merecían mucho más de lo que nos habíamos inventado para amarlas, de que a veces, si las circunstancias son propicias, ni siquiera era necesario inventarse nada, sino sólo mirar a la realidad, hacer caso al testimonio de los marnineros, acatar nuestros espectros y conformarse con ellos.

Claro que si eso hubiera pasado y Jaufré Rudel se hubiera conformado con amar la imagen de la Condesa de Trípoli que se inventó a través de los testimonios de unos marineros borrachos, hubiera conservado la vida, pero nunca hubiera enamorado a la Condesa de Trípoli. Porque ésta, al ver al joven y hermoso moribundo, también fue asaltada por la necesidad de amarlo: pero amaría a un muerto, porque Jaufré Rudel, tras conquistar en silencio el corazón de la Condesa, exhaló su suspiro final. Así que el trovador emprendió un viaje posible para conquistar a un amor imposible, y lo conquistó a cambio de perderse a sí mismo. Y a la vez, la Condesa de Trípoli fue condenada a amar a quien ya no podría alcanzar de ningún modo, fue condenada a homenajearlo de la misma manera que él lo había homenajeado a ella: inventándoselo, con la terrible diferencia de que si el trovador pudo soñar con embarcarse hacia la realidad, la condesa sabía desde el principio que no podría viajar a ningún lado porque en ninguna parte del mundo encontraría lo que buscaba. Así que según reza la leyenda, después de que Jaufré Rudel muriera en sus brazos mirándola a los ojos, la Condesa se encerró en un convento donde pasó el resto de sus días dedicada a la paciente empresa de fabricar un amor imposible entre aquel que al buscala se perdió y ella misma, que se perdió también al encontrarlo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

jummmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmte via mangar por la face ese texto ^^ muaka gatuneska mia ^^

Anónimo dijo...

Muy bonito.